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entre ellos la discordia y aparentar que defiendes al más débil.

A nadie, en verdad, engañan estas máximas, tan universalmente conocidas. Tampoco es ei caso de avergonzarse de ellas, como si su injusticia apareciese patente a los ojos de todos. Las grandes potencias no se avergüenzan nunca por los juicios que haga la masa; avergüénzanse unas de otras. Pero en lo que se refiere a estas máximas, no es la publicidad, sino el mal éxito de las tretas lo que puede avergonzar a un Estado-ya que todos están de acuerdo acerca de la moralidad de las tales máximas-. Queda, pues, siempre intacto el honor político a que aspiran, a saber: el engrandecimiento del Poder por cualquier medio que sea (1).

(1) Podría ponerse en duda que exista cierta maldad radical, ingénita en la naturaleza de los hombres que viven juntos en un Estado; podría decirse, con cierta apariencia de verdad, que la causa de que los hombres se conduzcan a veces contra la ley, está en la grosería, en la falta de suficiente desarrollo de la cultura. Pero en las relaciones externas entre los Estados, aparece bien patente e incontestable esa maldad fundamental. Dentro de cada Estado, encúbrela la coacción de las leyes civiles y políticas, porque la tendencia de los ciudadanos a la violencia privada está contrarrestada por un poder más fuerte, el del gobierno, y así el conjunto de la vida recibe un tono moral; la fuerza que contiene y previene el estallido de las pasiones anárquicas, fomenta además, realmente, el desarrollo de la disposición moral a respetar el derecho. Todo ciudadano piensa, en efecto, que él respetaría y obedecería al concepto del derecho, si tuviera la garantía de que LA PAZ PERPETUA 5