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salvaje. Los diminutos ojos brillaban con un fulgor sombrío, y los delgados labios, separados, dejaban ver dos hileras de agudos dientes que rechinaban con ferocidad.

—Fuego, si alza la mano—nos previno tranquilamente Holmes.

En ese momento no nos separaba de ellos más que un largo de bote, y nuestro bauprés casi tocaba la popa de La Aurora. Me parece estar viendo todavía á los dos hombres: el europeo, puesto de pie, con las piernas bastante apartadas, lanzándome maldiciones, y el hirsuto salvaje con su horrible cara y sus fuertes y agudos dientes iluminado por la luz de nuestro farol.

De mucho nos sirvió el poderlo ver con tanta claridad, pues de improviso sacó de debajo de su abrigo un palito redondo y corto, parecido á una regla de cologial, y se le puso en la boca. Nuestros revólvers hicieron fuego al mismo tiempo.

El salvaje dió una vuelta, alzó los brazos, y con una especie de los ahogada, cayó de lado en el río. Ya se perdía entre el torbellino de las aguas cuando todavía pude ver la amenazadora mirada que nos dirigían sus venenosos ojos.

El cojo se lanzó en ese momento sobre la rueda del timón, inclinándola con todas sus fuerzas, é hizo que La Aurora se dirigiera en línea recta sobre la orilla del Sur, mientras nosotros pa-