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forrada de hierro, era la única entrada de la casa. Nuestro guía llamó á ella con un toque especial, parecido al que usan los carteros.

—¿Quién es?—preguntó de adentro una ron— ca voz.

—Soy yo, Mc. Murdo. Debe usted haber conocido ya mi toque.

Se oyó un rumor sordo, y el ruido de la llave en la cerradura. La puerta se apartó pesadamente, y en la abertura apareció un hombre, bajo de estatura y ancho de pecho; la luz del farol le daba sobre el huraño rostro é iluminaba sus movedizos y desconfiados ojos.

Usted, señor Tadeo? Pero, ¿y los otros, quiénes son? No tengo órdenes del patrón de de jarlos entrar.

No, Mc. Murdo? ¡Eso me sorprende!

Anoche le dije á mi hermano que iba á venir con varios amigos.

En todo el día no ha salido de su cuarto, sefor Tadeo, y yo no tengo órdenes. Usted sabe muy bien que debo ceñirme á sus órdenes. A usted le puedo dejar entrar; poro sus amigos tienen que quedarse allí donde están.

Nadie había pensado en ese obstáculo. Tadeo Sholto volvió la vista en torno suyo, perplejo y perdiendo la esperanza.

—¡Hace usted muy mal, Me. Murdo!—ex-