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davía me quedaría abierta una profesión científica. Y ahora estoy seguro de que nuestro amigo no nos va á dejar afuera en el frío.

—Entre usted, entre usted, y que entren también sus amigos—contestó el otro.—Lo siento mucho, señor Tadeo, pero mis órdenes son estrictas. Si hubiera sabido desde el principio quiénes eran sus amigos, los habría dejado entrar en el acto.

Entramos. Un caminito de arena conducía por en medio de un terreno desolado á la enorme casa cuadrada y prosaica, sumida toda ella entre las sombras, excepto un rincón en que la luz de la luna hacía brillar uno de los vidrios.

Las vastas dimensiones del edificio, su aspecto sombrío y su mortal silencio oprimían el corazón. El mismo Tadeo Sholto parecía sentir cierto malestar, y el farol vacilaba en su mano.

—No sé qué signifique esto—decía; — debe haber alguna equivocación. Anoche le dije á Bartolomé bien claro que esta noche vendríamos, y, sin embargo, no veo luz en su ventana.

No sé qué pensar.

¿Y siempre tiene la casa en esta obscuridad?

—Sí; en eso ha seguido la costumbre de mi padre. Era el favorito de mi padre, ¿sabe usted?

y á veces creo que éste debe haberle dicho mu-