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especie. Pero entendámonos y no nos engañemos con nuestra propia explicación. Atribuir de ese modo una idea á la Naturaleza y creer que con ello basta, es arrojar una piedra en uno de esos abismos inexplorables que se hallan en el fondo de ciertas grutas, é imaginarse que el ruido que producirá al caer en él contestará á todas las preguntas, cuando no nos revelará otra cosa que la inmensidad del abismo.

Cuando se repite: «la Naturaleza quiere esto, organiza esta maravilla, se dedica á este fin» es como si se dijera que una pequeña manifestación de la vida logra mantenerse, mientras nos ocupamos de ella, sobre la enorme superficie de la materia que nos parece inactiva y que llamamos, evidentemente sin razón, la nada y la muerte. Un concurso de circunstancias que nada tenía de necesario, ha mantenido esa manifestación, entre otras mil, quizá tan interesantes, tan inteligentes como ella, pero que no han tenido la misma suerte y desaparecieron para siempre sin haber hallado oportunidad de maravillarnos. Sería temerario afirmar otra cosa, y por lo demás, nuestras reflexiones, nuestra teología obstinada, nuestras esperanzas y nuestras admiraciones son, en el fondo, parte de lo desconocido que hacemos chocar contra algo menos conocido aún, para hacer un ruidito que nos da conciencia del grado más alto de la existencia particular á que podamos alcanzar sobre esta misma superficie muda é impenetrable; como el canto del ruiseñor y el vuelo del cóndor les reIvelan también el más alto grado de existencia