jirones de mi alma, tristes despojos de una fuerza en que ha muerto el canto, que fué su gloria.»
— «¿Me amas de modo tan profundo?»
— «Pregunta en el bosque al árbol de armoniosas ramas que deje mejor filtrarse la luna ; pregúntale si muerieron entre sus hojas, mirando al astro, más ruiseñores que los que han muerto entre mis quejas soñando con tu rostro.»
— «¿Y no saludas ya las estaciones?»
— «La fuente secóse para siempre ; ni retrata el cielo, ni tiene rumores ; y así, estéril y honda, parece una tumba.»
La reina se alejó pensativa, sin poder oir el canto que la otra primavera animara las aves, la flor y el fruto. Le bastó mostrarse una vez al hombre feliz en la selva para obscurecerle el paisaje. Ni el árbol, ni el agua, ni la nube, reflejábanse alegres en aquellos ojos, donde el recuerdo de los suyos hacía desmayar un alma.
La noche de esa tarde fué hermosa. La respiración del bosque parecía subir con sus perfumes hasta el cielo. No era época de luna que hiciese palidecer los astros, y los astros iluminaban con el fulgor de sus diamantes platíneos y azulados.
En multitudes inverosímiles, por todos los bo-