esculpe, y sus espaldas cuadradas y su pecho saltante parecen encargarse de vencer el tiempo, para que brillen los ojos con un destello del dios en la cabeza.
La momia de Ramsés II surge en su caja mortuoria. No se perciben los olores de la mirra, del natrón, del vino de palmera, y de la canela, con que fueron bañados sus miembros y llenadas sus concavidades, libres de las entrañas. Pero el efecto de aquellos lavajes y de la saladura de setenta días fué tan intenso, que el faraón no es un fantasma, sino un ser real dispuesto a levantarse. Su cuerpo está envuelto en olas de lino ; y con respeto se miran los sudarios que, venciendo la destrucción, han contribuido a conservar intactos esos cadáveres amortajados en el seno de la más lejana historia. Un pie rasga las telas con uñas amarillentas ; una mano aparece larga y fina, como tallada en madera color de frambuesa. Su mano se acerca al rostro, y al llegar a la frente simula apartar un mal sueño. Su cuello recuerda un tronco de lapacho rojizo que se petrificara con ese tinte. Sus mandíbulas prominentes adelantan la boca hecha de gruesos labios. Su nariz de pico de gavilán hace pensar en una cornalina que despidiese luces crepusculares. Sus párpados se han cerrado, y la frente, deprimida,LA VOZ.—14