Cleopatra la morena, cuyos besos hacían perder imperios. Y las diversas épocas las cuentan los cuerpos que llevaron con el alma la voluntad y la inteligencia, ya de sacerdotes, ya de faraones, y los papiros rebosantes de relatos, y los objetos familiares, y las sagradas barcas, y los vasos del culto, y las inscripciones, y los dioses, y to- do lo que canta el himno d© la vida y de la muerte.
Hombres y mujeres nos dan a conocer su amor a las joyas. Los primeros tenían la debilidad de los anillos ; las segundas, nobles o del pueblo, la locura de las cadenas. Las hay entre éstas de innumerables tamaños y materias, ya pesadas, ya elegantes, ya pobres, ya ricas, pero siempre con el misterio del cuello humilde o principesco, en el cual por mucho tiempo pusieron sus caricias. Vense joyas, hechas, al parecer, más que para hombres comunes, para los colosos y las estatuas. Tienen algunas el aspecto realmente monumental, y afectan casi siempre la forma de un templo.
En el pectoral de la princesa Sat-Hathor de la XII dinastía, sostienen escarabajos finísimos el cartón de Usirtasen II, con élitros de oro, asentándose sobre una especie de trípode que ostenta lunas de cornalina separadas por gavi- lanes de turquesa. En las joyas de la reina Ah-