que retroceden más allá de Jesucristo, para vestirse de carne real y palpitante, y se les ve moverse en un espectáculo, que tiene a la vez de rito religioso y de apoteosis de ópera.
Se piensa en la intensidad de la sensación, si otros pueblos hubiesen conservado cuerpos con tales apariencias de verdad. Lo que significaría, en vez de conversar con Amenofis y Setos y Eamsés, poder ver casi viviendo en un panteón, donde los pueblos pondrían sus hombres, a Esquilo y Bacón, frente a Shakespeare y Alejandro, a Dante al lado de Carlos V, a Miguel Ángel departiendo con Salomón, a Kabelais sonriendo a Cervantes... Miramos una vez las momias, a quienes ha bastado cuarenta o sesenta años de goces o sufrimientos para tener proyección milenaria en la inmovilidad de la muerte. Y eso hace creer en lo poderoso de una vida que rebalsó así, triunfando de los abis- nlos del tiempo. Y, por las ventanas abiertas, vemos el horizonte azul con sus alegres verdores.
El agua cae de las grutas en los estanques del jardín y baña los céspedes, que respiran con voluptuosidad venturosa. Brillan entre los boscajes las piedras irisadas de los caminos en mosaico. Hay árboles que, sembrando pétalos, mue- ven un velo nupcial de inmaculadas blancuras.