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explosión de la fecundidad, sonriendo dulcemente con sus labios, mientras sus ojos serenos tienen el misterio del abismo. ¡El abismo!... El se abre a la primera pregunta del labriego. Entre las patas del coloso se levanta un altar, que recibe los dones del Nilo. El fiel, con la gratitud de la espiga que entrega, ofrece la humillación de su ignorancia. ¿Por qué la gota de rocío, llena de gracia sobre el ala del pájaro, es gota de amor en el seno de la tierra? ¿Qué es el germen? ¿Cuál es su secreto? La pregunta del africano primitivo, la hace el europeo de nuestros días. La Esfinge permanece muda. Y no fué ése su menor dolor, manantial, al fin, de insondable tristeza. Dios puso en su mente las llaves de la vida, y en sus labios el silencio de la muerte. La muerte !... No sólo la estatua deja de ser, cuando se la interroga, el sol de la fecundidad, para transfigurarse en enigma pavoroso. Por algo está entre el oasis y el desierto. Horo es algo más que vengador de Osiris, con el renacimiento glorioso de la primavera, y hace pensar a las almas en inviernos quizá eternos, más allá del Nilo, en los flancos tenebrosos de la cadena Líbica. Por eso la vida que sonríe en los labios de la Esfinge, al llegar a su frente, se transforma en drama. Ese drama con sus cantos y sus oficios, con sus dudas y sus