tis al partir para Babilonia, y como entonces, siempre pálida, sorda y serena.
Le Esfinge, impasible como ella, alza la frente para recibir su lumbre, y a su influjo brilla como un astro del desierto. La sabana de arena es atrás con el reflejo, sudario que cuelga de sus espaldas pétreas. Y avanza el coloso otra vez, y las Pirámides retroceden, mientras en sus cúspides se encienden algunas estrellas. Las caras de los triángulos palpitan con el blanco fulgor, y dibújanse sus sombras, estirándose con la proyección de un duelo fantasmagórico a cubrir los sepulcros cercanos. En el templo, los grandes bloques colúmbranse hasta la interior hondura, de modo que la luz, bajando del espacio, hace sensible el desamparo de la extraña tristeza, que asciende desde el fondo de la tierra. Y la Esfinge, en fin, cuando la luna cae perpendicular sobre los camellos- dormidos, y sobre los hombres que envuelven para acostarse sus cabezas en sus mantos, surge en el quimérico, fosforescente esplendor de su melancólica existencia.
El casi fúnebre contacto de esa fría luz vuelve al león, quizá por un contraste simbólico, el pleno triunfo de su forma, que le quita el sol al iluminarlo decaído. Las patas, animándose, salen del peñón y se hunden en la arena. El