del Bey. Penden innumerables arañas en ramilletes de estalactitas de cristal con la explosión de cientos de luces. Los redondos reverberos, reflejándolas, se transforman en fuentes de cambiantes iris. Todos los bordados de las tapicerías, con la infinidad de sus colores, resurgen en líneas idealizadas, en el fondo de los espejos. El ambiente es el de un palacio quimérico de leyenda.
Un criado, con el fez turco y un za'bout de seda azul, nos ofrece la taza de café, pequeña ccmo un dedal, especie de saludo de Oriente, símbolo de hospitalidad graciosa. Entran europeos vestidos de frac, y oficiales escoceses con su tradicional uniforme : hay alemanes, ingleses, americanos ; tipos de todas las razas, y aquello se convierte en un curioso bazar cosmopolita.
Muchos de los turcos, en vez de la stambulina, traen caftanes, con las mangas más largas que los brazos, y geblahs flotantes de seda. Vemos pasar algunas mujeres. En vez de salir a recibirlas algún miembro de la casa, los eunucos las conducen y custodian como a bestias de feria. Bajo los seblehs de matices obscuros, aparecen vestidas de blanco. De níveas, vaporosas muselinas son los burkos que envuelven sus cabelleras negras. Penden de sus