en su barca ; pero el techo se ha abierto y su incienso sube al espacio. En un trozo, el disco solar fulge con la serpiente, y el sol real resplandece en los aire. Así, el azul divino se tiende entre fustes y capiteles, y el azul humano le brinda su imitación. Los dos cielos, después de tres mil quinientos años, se encuentran, y ante el eterno del espacio se admira a los egipcios, por el pasajero de la pintura.
Partimos y costeamos la montaña líbica hasta dar con una boca y penetrar en su seno. Frente a una estrecha garganta volvemos la espalda al llano que el Nilo inunda. Allí se queda el verde de los pastizales. El camino es blanco, y cuando se huye del brillo hiriente de las piedras, surgen las abruptas montañas, sin un árbol, ni una flor de hinojo, ni una brizna de hierba. Las roqueñas fragosidades, a su vez, transformadas en viva cal, despiden relámpagos de blancura. Aquí y allá un resplandor sangriento culebrea en vetas, que no llegan a infundir en la masa el color de su vida. Después, las alburas implacables alternan con lienzos amarillentos, pequeños volcanes de chispas, atemperados por bloques con rastros de alquitrán, que como con un fuego interior evapórase, abrasando más el aire. El cielo rechaza también los ojos con su asoleado azul de metal reverberante y encegueciente.