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Dejamos la chalupa para subir al dahabieh en que vivimos. Los negros aléjanse remando al compás de su eterna letanía, y como encendida jx)r los ecos de sus voces, oímos en un piano despertarse una sonata de Beethoven. La hora y el momento hacen creer que las teclas suenan estremecidas por el hálito de las almas de invisibles vagabundos soñadores. No es un. número de música, es la música misma la que sale del buque a turbar la serenidad del Nilo ; es el acento de la tarde que carecía de verdadera voz, y que canta al morir en la noche. En las alas de las notas pasan vibrantes rumores de arboledas. En la isla no se mueve una hoja. Pero al contacto de la música, las estrellas, con miradas de ojos humanos, observan los montes, y las palmeras africanas se visten con ramajes de otros mundos, donde notas melancólicas pueden transformar el árbol, tocado por sus brisas, en un ser de sufrimiento... Felices los negros que danzan entre las tumbas del cementerio árabe ; felices los negros que se alejan en la chalupa. La tarde muere en sus ojos, y no se anima en su espíritu, y no encuentran en una música que no comprenden la expresión de indefinibles angustias, frente al dolor y el misterio. No hemos acabado de decirlo y ya estamos arrepentidos. ¡ Sí ! la inquietud humana vive en