LA ISLA DE FILOE
Bajo las palmeras, en el mercado de Challal, hay un hervidero de negros, en tomo de los puestos de dátiles, naranjas y cañas de azúcar. Sus musculaturas de atletas van y vienen, resaltando entre las ropas talares blancas de los coptos ; y el sol, filtrándose por las menudas hojas, alegra todo con sus instables áureos arabescos. Al llegar al río, los negros que nos han seguido toman al abordaje la chalupa y quieren apoderarse de los remos. El patrón en vano se defiende con una rama : la policía interviene a latigazos, y los que caen en el agua siguen nadando en torno de la embarcación, con infernal algarabía.
Llegamos a la isla de Filoe bajo el sol implacable. Las mimosas, erizadas de espinas, adelantan a cerrar las estrechísimas sendas. Las escaleras derruidas que ascendemos son amasijos de guijarros. Las nubes de moscas se abaten espesas, mezcladas a pintados insectos revoloteantes, que se antojan fermentaciones del aire