el secreto se ha perdido, como sucede con el de la pasta tierna de Sévres o con el del oro en las vidrieras más antiguas del arte gótico.
Una colección de machrabiyehs, en otra sala, forma cual confesionarios de templos católicos, y a veces como glorietas de formas caprichosas. Así, en un instante cruzan dos ideas evocadas : el recogimiento del alma arrodillándose al peso de sus culpas, y los alegres coloquios de los discretos asilos en los parques de Luis XIV y de Lorenzo de Médicis. Y es que las rejas, trenzadas, obscuras, impenetrables, hablan inconscientemente.
Entre ellas se deshojan rosas, o se queman granos de incienso ; oficio de los perfumes que conducen al cielo, o detienen en la tierra, siendo diversas formas del amor con el mismo espíritu de misterio. No nos hemos equivocado. Los machrabiyehs del museo vienen de mezquitas y de serrallos célebres. Inquietan cual si fuese a dibujarse entre sus redes defensivas las formas blancas de las mujeres de Mahoma. Las vemos en Gesireh y en las calles ; y en el teatro, no bastándoles con las gasas del rostro, se ostentan en palcos cubiertos por velos. Detrás de las celosías deben de mirar ávidamente los tocados de las europeas. Se vislumbran sus gemelos paseándose sin cesar por la sala ; y se-