vuelo, e irguió su flecha y fué risueño al contacto del sol, hoy, abrumado y obscuro, parece espiar en el aire el golpe de la muerte.
El khatib Abumneca, en una tarde primaveral, cruzó la nave descubierta del patio y la techada que cubre el mirab, para sentarse en la puerta del mausoleo de Hasán. El inmenso sepulcro de piedra en el centro da, destruido, una doble imagen de la muerte, y los muros de la capilla y su alta bóveda no conservan del viejo esplendor sino una vidriera de colores.
Abumneca distinguió en la dirección de la Qibla a tres fieles, tendidos sobre el suelo que acababa de cruzar. Las túnicas eran zaparrastrosas, y sus turbantes más desteñidos que los azulejos del meida. El khatib alzó los ojos de tan triste espectáculo, y las cadenas pendientes de las bóvedas, sin balancear lámparas en el aire sagrado, le oprimieron el corazón, como si la decadencia del templo le pesara allí con la miseria de los seres y las cosas. Las oraciones se levantaron ; el muezín acababa de proclamar, con su grito gutural, la hora de la plegaria.
Era tan exiguo el número de fieles, que dos naves quedaban sin un solo rezo, haciendo más desmantelada la visión del monuraento ruinoso. Las voces de esos pocos parecían no querer