ta siglos. Pero ¡ qué no pueden los dioses ! Por eso les cantamos, para que iluminen a la policía y a los jueces...»
Y Pierrot no tiene tiempo de meditar si se le aplicará al matador la silla eléctrica yanqui, porque le atrae un inmenso hombre en su charla con otro pequeñito, cubierto por un elástico. Su sangre se paraliza, exclamando : «¡ Napoleón !» Después observa la cara imperiosa del otro, donde falta un ojo, y murmura : «Aníbal».
Pierrot tiene veleidosas aficiones de soldado y piensa : «Ambos generales hablan sin duda del pasaje de los Alpes.» Su asombro es inmenso cuando ve que Aníbal oye los consejos del Emperador sobre el modo de fumar un cigarrillo. El cartaginés, entre lágrimas arrancadas por el humo del tabaco, dice :
«Admirable ; he ahí una cosa desconocida. Sire, dadme vuestra petaca ; no quiero que se os ocurra enseñar tal distracción a cónsules y cesares...»
Esta palabra hace resonar trompetas. Derrámanse perfumes de incienso, agítanse palmas, cruzan esclavos, y Pierrot siente dos manos posadas sobre sus ojos.
Le dejan libre, da vuelta y se arrodilla tembloroso ante Cleopatra, recitando frases de la tragedia de Shakespeare : «Dadme mi manto,