república, se adora a los emperadores, se desean tiranos.»
«Señor — le interrumpe Pierrot, más modestamente que Moisés cuando oyó la palabra «infinito» pronunciado por el Vinci, — ¿qué hora es?»
«Hora de marcharse — le responden ; — el baile termina.»
Y el blanco divagador piensa : «¡ El Cairo ! ¡ Noche de locura! Noche de Carnestolendas...» Deja el serrallo, que parece claustro, y que lanzó su imaginación en un vértigo. Pasa por aquella torre de Babel, donde las lenguas no embarullan, y al contrario, parecen perspicuas todas, al influjo de la misma sensación, en un mundo donde las máscaras son inmortales y nadie está contento de su destino.
El soplo de la plaza le hacer saber al Pierrot que no es fantástico enamorado de la Luna, sino simple mortal que debe subir a un coche. Imaginad, pues, su asombro cuando se le cuelga del brazo una mujer extraña diciéndole :
«Llévame contigo.»
El, aceptando, pregunta :
«¿Quién eres?»
Ella responde :
«Soy una imagen de Alberto Dürer, un ángel hecho máscara para asistir a una fiesta. An-