Los ojos lo recogen ávidos y su frescura al parecer se siente en el espíritu.
El horizonte sangriento armoniza las varias intensidades de purpúreos celajes, para palidecer y convertirse en rosado. Después no muere, sino se transfigura con otra alma, y en su interior resplandece la gloria de un dios, y el cielo es una rosa, que da la sensación de poder llenar el espacio con divino perfume.
Una calle de acacias de la isla dibuja todas sus hojas, formando abanicos, y sus detalles inverosímiles resurgen sobre una artificial aurora. La palabra «Oriente», pronunciada a cada instante en estos sitos, anima la idea de estar en el verdadero país del sol, consagrado por su cuna. Se piensa que el astro no cae, y el horizonte vespertino, más que la apoteosis melancólica de una muerte, parece el saludo jubiloso a una vida. Lo de artificial aurora es, así, una paradoja resultante de los nombres y de las luces.
Los brazos del Nilo retratan los inmóviles sicómoros y las siluetas de los árabes que van y vienen por los bordes. Y esas leves sombras, de cuerpos llenos de natural elegancia, al internarse casi espirituales en las aguas, acentúan más su calma luminosa, semejantes a ciertos ruidos que hacen más sensible el silencio.LA VOZ.— 6