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LOS CABALLOS DE ABDERA

ante el horizonte como uno de esos bloques en que el pelasgo, contemporáneo de las montañas, esculpió sus bárbaras divinidades.

Y de repente empezó á andar, lento como el océano. Oíase el rumor de la fronda que su pecho apartaba, su aliento de fragua que iba sin duda á estremecer la ciudad cambiándose en rugido.

A pesar de su fuerza prodigiosa y de su número, los caballos sublevados no resistieron semejante aproximación. Un sólo ímpetu los arrastró por la playa, en dirección á la Macedonia, levantando un verdadero huracán de arena y de espuma, pues no pocos disparábanse á través de las olas.

En la fortaleza reinaba el pánico. Qué podrían contra semejante enemigo? Qué gozne de bronce resistiría á sus mandíbulas? Qué muro á sus garras?...

Comenzaban ya á preferir el pasado riesgo (al fin era una lucha contra bestias civilizadas) sin alientos ni para enflechar sus arcos, cuando el monstruo salió de la alameda. No fué un rugido lo que brotó de sus fauces, sino un grito de guerra humano—el bélico ¡alalé! de los combates, al que respondieron con regocijo triunfal los hoyohci y los hoyotoho de la fortaleza.

Glorioso prodigio!

Bajo la cabeza del felino, irradiaba luz superior