tia; pero como su sombra daba precisamente en ese punto, mis miradas furtivas nada pudieron descubrir. Por lo demás, bien podía no ser aquello sino una distracción habitual.
La conversación seguía en tono bastante animado, sin embargo. Tratábase del cólera que por entonces azotaba los pueblos cercanos. Mi huésped era homeópata, y no disimulaba su satisfacción por haber encontrado en mí uno del gremio. A este propósito, una frase del diálogo hizo variar su tendencia. La acción de las dosis reducidas acababa de sugerirme un argumento que me apresuré á exponer.
—La influencia que sobre el péndulo de Rutter, dije concluyendo una frase, ejerce la proximidad de cualquier substancia, no depende de la cantidad. Un glóbulo homeopático determina oscilaciones iguales á las que produciría una dosis quinientas ó mil veces mayor.
Advertí al momento, que acababa de interesar con mi observación. El dueño de casa me miraba ahora.
—Sin embargo, respondió, Reichenbach ha contestado negativamente esa prueba. Supongo que ha leído usted á Reichenbach.
—Lo he leído, sí; he atendido sus críticas, he ensayado, y mi aparato, confirmando á Rutter, me