ron hinchazones para quedar hecho una tortilla bajo el ojo de su hacha.
La pobre vieja se llenó de aflicción al escucharle, pidiéndole que por favor la acompañara al sitio para quemar el cadáver del animal.
—Has de saber, le dijo, que el escuerzo no perdona jamás al que lo ofende. Si no lo queman, resucita, sigue el rastro de su matador y no descansa hasta que puede hacer con él otro tanto.
El buen muchacho rió grandemente del cuento, intentando convencer á la pobre vieja de que aquello era una paparrucha buena para asustar chicos molestos, pero indigna de preocupar á una persona de cierta reflexión. Ella insistió, sin embargo, en que la acompañara á quemar los restos del animal.
Inútil fué toda broma, toda indicación sobre lo distante del sitio, sobre el daño que podía causarle, siendo ya tan vieja, el sereno de aquella tarde de noviembre. A toda costa quiso ir y él tuvo que decidirse á acompañarla.
No era tan distante; unas seis cuadras á lomas. Fácilmente dieron con el árbol recién cortado, pero por más que hurgaron entre las astillas y las ramas desprendidas, el cadáver del escuerzo no apareció.
—No te dije? exclamó ella echándose á llorar;