en relación á su tamaño lo mismo que aquí, no podría pasar de seis centímetros de altura. Claro está que no hay razón alguna para que los habitantes del Sol, cuando pueda haberlos, no tengan un tamaño y una fuerza proporcionados á las condiciones de su mundo.
Una vez expuestas estas generalidades acerca del Sol, haremos algunas observaciones por medio del anteojo, al que he tenido cuidado de revestir con un grueso cristal negro, con el fin de quitar su fuerza á los rayos solares, pues de no hacerlo así correríamos dos riesgos, el de recibir una quemadura espantosa, y el de perder la vista. El Sol se venga de los que se atreven á mirarle cara á cara, cegándolos; conque juzgad lo que ocurrirá contemplándole á través de un anteojo como éste, que aproxima de ochenta á cien veces los objetos.
Más de una vez se han lamentado desgracias de este género por falta de precaución; pero ahora os podéis acercar sin temor alguno, pues el cristal negro es muy grueso y no estallará.
Luis fué el primero que se acercó á contemplar la radiante faz del astro del día.
—¡Qué hermoso aparece así el Sol! —exclamó.— Le veo casi tan grande como la mesa en que comemos, y no presenta rayo alguno. En cambio, veo que tiene bastantes manchas, sobre todo en la zona central. Además, su superficie es muy granulosa, y en ciertos sitios mucho más brillante que en otros. En cuanto á las manchas, unas parecen cavernas, y otras verdaderos: torbellinos.