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praderas irian al través, si no acudiesen tempranito con espaldones y resguardos al amago del gran peligro.

27 de mayo.

Ya veo que, engolfado con mis vuelcos, símiles y declamaciones, se me trascordó el relatarte el paradero de los niños. Empapado todo en mi ejercicio pintoresco, cuyo pliego de ayer tienes ahí tan malparado, seguí en mi asiento del arado cumplidas dos horas. Hacia la tarde, una joven se abalanzó a los niños siempre inmóviles, con un cesto al brazo, voceando de lejos: <¡Buen muchacho, Felipe! Me saludó, le correspondi; levantéme, fuíme acercando, y le pregunté si los niños eran suyos. Respondióme que sí, alargando al mayorcillo un bollo, y besando al pequeñuelo con los extremos del cariño maternal. «Entregué—dijo—a mi Felipe esta criatura, y he ido con el mayor al pueblo, en busca de pan blanco, azúcar y una olla de tierra»; todo lo cual aparecía en el cesto, cuya cubierta se habia caido.

«Voy a cocer una sopita para la noche a mi Juanillo, el menorcito; el malvado del mayor me quebró ayer la olla peleándose con Felipe por un bollo.> Pregunté por el mayor, y no bien me había dicho que andaba por el prado tras un par de ánsares, cuando de un brinco se aparece él mismo, con una varilla de avellano para el segundo. Segui conversando con la mujer, y supe que era hija del maestro de niños, que su marido estaba en Suiza, tras la herencia de un primo. «Le han estado engañando —añadió—sin contestarle a ninguna de sus cartas,