mente. Y como aquello no me servía de remedio, rompí á llorar á causa de mis desventuras. Y el efrit se reía de un modo que daba miedo, hasta que por último desapareció.
Y medité entonces sobre las injusticias de la suerte, habiendo aprendido á costa mía que la suerte no depende de la criatura.
Después descendí al pie de la montaña, hasta llegar á lo más bajo de todo. Y empecé á viajar, y por las noches me subía para dormir á la copa de los árboles. Así fui caminando durante un mes, hasta encontrarme á orillas del mar. Y allí me detuve como una hora, y acabé por ver una nave, en medio del mar, que era impulsada hacia la costa por un viento favorable. Entonces me escondí detrás de unas rocas, y allí aguardé. Cuando la embarcación ancló y sus tripulantes comenzaron á desembarcar, me tranquilicé un tanto, saltando finalmente á la nave. Y uno de aquellos hombres gritó al verme: «¡Echad de aquí pronto á ese bicho de mal agüero!» Otro dijo: «¡Mejor sería matarlo!» Y un tercero repuso: «Sí, matémoslo con este sable.» Entonces me eché á llorar y detuve con una mano el arma, y mis lágrimas corrían abundantes.
Y en seguida el capitán, compadeciéndose de mí, exclamó: «¡Oh mercaderes! este mono acaba de implorarme, y queda bajo mi protección. Y os prohibo echarle, pegarle ú hostigarle.» Luego hubo de dirigirme benévolas palabras, y yo las entendía todas. Entonces acabó por tomarme en calidad de