ches en continuo llanto. Y habia mandado construir en medio de la habitación un pequeño edificio con su cúpula, para que figurase la tumba de su pobre hijo, al cual creía muerto desde mucho tiempo atrás. Y alli dejaba transcurrir entre lágrimas su vida, y alli, extenuada por el dolor, abatia la cabeza aguar- dando la muerte. Al llegar junto à la puerta, Chamseddin oyó á su cuñada, que con voz doliente recitaba estos versos: ¡Oh tumba! ¡Dime, por Alah, si han desaparecido la hermosura y los encantos de mi amigo! ¿Se desvane- ció para siempre el magnifico espectáculo de su belleza? ¡Oh tumba! No eres seguramente el jardín de las de- licias ni el elevado cielo; pero dime, ¿cómo veo re-plan- decer dentro de ti la luna y florecer el ramo? Entonces entró el visir Chamseddin, saludó á su cuñada con el mayor respeto, y la enteró de que era el hermano de su esposo Nureddin. Después le refirió toda la historia, haciéndole saber que Has- sán, su hijo, se había acostado una noche con su hija Sett El-Hosn y había desaparecido por la ma- ñana, y Sett El-Hosn quedó preñada y parió á Agib. Después añadió: «Agib ha venido conmigo. Es tu hijo, por ser el hijo de tu hijo y mi hija.» La viuda, que hasta aquel momento había estado sentada, como una mujer de riguroso luto que renun- cia á los usos sociales, al saber que vivía su bijo y
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Apariencia