convertido en una adolescente deseable en todos sen- tidos, y que, de día en día y de noche en noche, se volvía más encantadora y más bella y más desarro- llada y más comprensiva y más silenciosa y más atenta, se incorporó á medias en la alfombra en que estaba acurrucada, y le dijo: «¡Oh Schahraza- da, hermana mía! ¡cuán dulces y sabrosas y rego- cijantes y deleitosas son tus palabras!» Y Schahra- zada la sonrió y la besó, y le dijo: «Sí, querida mía; pero ¿qué es eso comparado con lo que sigue, y que voy á contar la próxima noche, si es que no está cansado de oirme nuestro señor, este rey bien edu- cado y dotado de buenos modales?» Y el sultán Schahriar exclamó: «¡Oh Schahrazada! ¿qué estás diciendo? ¿cansado yo de oirte? ¡Si tú instruyes mi espíritu y calmas mi corazón! Puedes, pues, indu- dablemente, decirnos mañana la continuación de esa historia deliciosa, é incluso puedes, si no estás fatigada, proseguirla esta misma noche. ¡Porque, en verdad, deseo saber lo que les va á ocurrir al príncipe Jazmín y á la princesa Almendra!» Y Schahrazada, con su habitual discreción, no quiso abusar del permiso, y sonrió y dió las gracias, sin decir nada más aquella noche.
Y el rey Schahriar la estrechó contra su corazón, y se durmió á su lado hasta el día siguiente. Enton- ces se levantó y salió á presidir su sesión de justi- cia. Y vió llegar á su visir, padre de Schahrazada, llevando al brazo, como tenía por costumbre, el sudario destinado a su hija, á quien cada mañana esperaba ver condenada á muerte, en vista del ju- ramento del rey concerniente á las mujeres. Pero Schahriar, sin decirle nada á este respecto, presidió