como has tranquilizado tú las mías!» Después cogió la carta y siguió su camino. Entonces sentí una ne- cesidad apremiante, y me arrimé á una pared y sa- tisfice mi necesidad. Me levanté después, habiéndo- me sacudido bien, y me arreglé la ropa, dispuesto á proseguir mi camino. Pero entonces vi venir á la vieja, que me cogió la mano, se la llevó á los la- bios, y me dijo: «Dispensame, ¡oh mi señor! pero tengo que pedirte una merced, y si me la concedes será para mi el colmo de los beneficios, y segura- mente te remunerará el Retribuidor. Te ruego que me acompañes cerca de aquí, para que leas esta carta á las mujeres de mi casa, pues seguramente no querrán fiarse de mi, sobre todo mi hija, que tiene mucho afecto al firmante de esta carta, un hermano suyo que nos dejó hace diez años, y cuya primera noticia es ésta, desde que le lloramos por muerto. ¡No me niegues este favor! No tendrás que tomarte ni siquiera el trabajo de entrar, pues po- drás leer esta carta desde fuera. Ya sabes las pala- bras del Profeta (¡sean con él la plegaria y la paz!) respecto á los que ayudan á sus semejantes: <Al que saca á un musulmán de una pena de entre las penas de este mundo, se lo tiene en cuenta Alah borrán- dole setenta y dos penas de las penas del otro mun- do.» Accedí, pues, à su petición, y le dije: <<¡Anda delante de mí, para alumbrar y enseñarme el ca- mino!» Y la vieja me precedió, y á los pocos pasos llegamos á la puerta de un palacio magnífico.
Era una puerta monumental, chapada toda de