Entonces el hombre echó á andar, y Amin fué detrás de él, siguiéndole de una calle á otra calle, de un zoco á otro zoco, de una puerta á otra puerta, hasta el anochecer. Después, como hubieran lle- gado hasta el Tigris, el hombre desconocido dijo: «¡Indudablemente estaremos más seguros en la otra orilla!» Y en seguida se les acercó un barquero, sa- lido no se sabe de dónde, y antes de que Amin pu- diera enterarse, estaba ya con el otro en la barca, y tras unos vigorosos golpes de remo se vieron en la orilla opuesta. El desconocido ayudó á Amin á saltar á tierra cogiéndole de la mano, lo guió á tra- vés de unas calles angostas, y el joyero, muy in- tranquilo, pensaba: «¡En mi vida he puesto aqui los pies! ¿Qué aventura será esta aventura?»
Llegaron ante una puerta, toda de hierro, y el desconocido, sacando del cinturón una enorme llave. eumohecida, la metió en la cerradura, que rechinó terriblemente, y la puerta se abrió. El desconocido entró con el joyero y después cerró la puerta. Y se hundieron por un corredor, que había que recorrer andando á gatas; y al final del corredor encontra- ron una sala que estaba alumbrada por una sola lámpara colgada en el centro. Y alrededor de aque- lla lámpara vió Amin sentados é inmóviles á diez hombres vestidos de igual manera, y de caras tan parecidas é idénticas, que creíase ver un solo ros- tro repetido diez veces en espejos. Al verlos, Amin, que estaba ya rendido por lo que había andado desde por la mañana, se sintió