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El gran dia de O'Higgins

sonreia: el cielo estaba azul, puro, transparente; un sol ardiente lo iluminaba todo. Era el espléndido sol de Maipú. «Las aves — dice un testigo de aquel dia — cantaban como de costumbre en los huertos, i el perfume de los naranjos en flor embalsamaba la brisa.» Sí, la naturaleza sonreia como que ella sola poseia el secreto de ese dia, el secreto de nuestros destinos.

O'Higgins acababa tambien de abandonar la ciudad. Dominado por la terrible fiebre que le causaban sus heridas i los contínuos insomnios de sus noches de trabajos, i mas que todo talvez por el sentimiento de no ser útil a la patria en ese gran dia, no habia podido sofocar su ardor i saltando sobre su caballo de batalla se dispuso a salir de la ciudad. El pueblo asombrado rodeó al héroe. No habia entre esa animosa pero impotente muchedumbre un solo brazo aprovechable en aquellos supremos momentos. Los viejos soldados cubiertos de heridas lloraban de impaciencia; los cadetes, niños de diez a once años, pedian a gritos se les condujera al lugar de la batalla; las mujeres, mas violentas que los hombres, pedian