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LAS TRAQUINIAS

Hil-lo.—Ay de mi! ¡Padre! ¿Qué dices? ¿Qué cosas me mandas?

Hércules.—Las que se debe hacer; y si no, es hijo de otro cualquier padre, y no te llamos ya mio.

Hil-lo.—¡Ay de mi, segunda vex! ¡A qué cosas me incitas, padre: a que sea tu asesino y manche mis menos con tu muerte!

Hércules.—No te ineito a eso yo, sino que te tengo por medicina y único médico de los dolores que sufro.

Hil-lo.—¿Y cómo quemando tu cuerpo podró curarlo?

Hércules.—Si sientes horror a esto, haz todo lo demás.

Hil-lo.—De llevarte, en verdad, no tengo dificultad.

Hércules.—¿Y en el arreglo de la pira, como te he dicho?

Hil-lo.—Mientras yo no la encienda con mis manos; pero todo lo demás lo haré y no me cansará el trabajo.

Hércules.—Pues basta ya de esto. Añade una pequeña gracia a estas tan grandes que me concedes.

Hil-lo.—Y aunque sea muy grande, se concederá.

Hércules.—A la hija de Eurito, econoces ya & esa muchacha? HIL·LO. - A Yola te refieres, según conjeturo.

Hércules.—La conoces; esto, pues, te encargo, hijo. A ella, una vez muerto yo, si quieres serme piadoso, acordándote de los juramentos que a tu padre has hecho, tonala por esposa y no desobedezcas al padre; que ningún otro hombre, sino tú, posea jamás a la misma que ha estado reclinada conmigo, a mi mismo lado, sino tú solo, ¡oh hijo!, procura tomarla en tu fecho. Créeme; pues habiéndome obedecido en lo más importante, el desobedecerme en lo pequeño destruye la primera gracia,