ron en su rostro, inmóvil y triste en su inmovilidad. La lámpara eléctrica alumbraba la sala con su luz imperturbable y las blancas paredes seguían impasibles.
La muerte se llevó a Lorenzo Petrovich a la noche siguiente, al amanecer. Se había dormido con un sueño profundo; luego se despertó de pronto, comprendió que se iba a morir en seguida y que había que gritar, pedir socorro, hacer la señal de la cruz. Pero no tuvo tiempo, pues perdió la conciencia. Su pecho se alzó y se bajó de nuevo, sus piernas tuvieron un entumecimiento, su cabeza resbaló de la almohada. El chantre, al oír un leve ruido en la cama de su vecino, preguntó sin abrir los ojos:
—¿Que tienes, padrecito?
Nadie le respondió y se durmió otra vez.
Cuando vinieron los médicos le aseguraron que no tenía que temer a la muerte y que viviría aún mucho tiempo, y él tuvo en aquello plena confianza. Desde la cama saludaba con la cabeza y daba las gracias muy dichoso.
El estudiante era también feliz y durmió con sueño tranquilo: recibió la visita de su amada, que le besó muy fuerte, y estuvo a su lado veinte minutos más que de costumbre.
El Sol había salido.