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«Y, sin embargo, no puedo ofrecerle te o vino—se dijo el dignatario—. Quizá ni siquiera sepa beber.»

—¡Bueno, ya está usted muerto!—comenzó el diablo con tono flemático.

—¿Qué es lo que dice usted?—exclamó indignado el dignatario—. ¡Estoy vivo todavía!

—No diga tonterías—respondió el diablo, y continuó—. Está usted muerto... Y bien, ¿qué hacemos ahora? Este es un asunto serio y hay que tomar una decisión...

—Pero ¿es de veras que... estoy muerto? Puesto que hablo...

—¡Ah, Dios mío! Cuando sale usted de viaje, ¿no tiene que pasar por la estación antes de subir en el tren? Ahora está usted en la estación, precisamente...

—¿En la estación?

—Sí.

—Ahora comprendo. Entonces, ¿esto ya no es yo? ¿Y dónde estoy yo? Es decir, mi cuerpo...

—En una habitación vecina. Le están lavando ahora con agua caliente.

Al dignatario le dió vergüenza, sobre todo cuando pensó en su vientre cubierto de espesas capas de grasa. Pensó además que son siempre las mujeres quienes lavan a los muertos.

—¡Esas costumbres estúpidas!—dijo con cólera.

—Eso no es cuenta mía—objetó el diablo—. No perdamos tiempo y vamos al grano... Tanto más cuanto que empieza usted a oler mal.

—¿En qué sentido?