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—Olga... Olguita... Querida mía... ¡Ten piedad de mí! ¡Me vuelvo loco!...
Y empezó a golpearse la cabeza contra el lecho y a llorar violentamente, como un hombre que llora por primera vez en su vida. Luego levantó la cabeza, con la certidumbre de que esta vez el milagro iba a cumplirse al fin y su mujer, llena de piedad, le iba a decir algo.
—¡Mi esposa querida!...
Lleno de esperanza se inclinó sobre ella... y se encontró con la mirada de sus ojos grises. No expresaban ni cólera ni dolor. Quizá tenía piedad de él, quizá le perdonaba; pero sus ojos no decían nada: guardaban silencio.
***
Y el silencio reinaba en toda la casa, triste y desierta.