Todo le desconcertó completamente. No sabía ya qué hacer. Aquello era estúpido, imprevisto, caótico. Encogiéndose de hombros volvió a guardar en el bolsillo al revólver inútil y empezó a recorrer el cuarto a grandes pasos. Dió varias vueltas. Luba seguía llorando. De pronto se detuvo ante ella con las manos en los bolsillos y la miró. Ella lloraba frenéticamente, desesperadamente, con sollozos en que había unos sufrimientos inhumanos, como se llora una vida perdida o bien algo más importante que la vida. Todo su cuerpo tenía pequeños estremecimientos, como si la quemaran lentamente.
La música empezó a oírse de nuevo. Se oía el ruido de los que danzaban y el sonar de las espuelas. Probablemente había oficiales en el salón.
No había oído jamás sollozos tan desesperados. Sacó las manos de los bolsillos y le dijo dulcemente:
—¡Luba!
Ella seguía llorando.
—¡Luba! ¿Por qué lloras?
Ella respondió algo, pero tan bajo que no lo en tendió. Se sentó a su lado en el lecho, inclinó hacia ella su cabeza de cabellos rapados y le puso su mano sobre los hombros. Los sollozos seguían estremeciendo el cuerpo de Luba y el hombre era presa de un temblor nervioso.
—No te oigo, Luba. Más alto.
Ella habló de nuevo con una voz anegada en lágrimas, sorda, como muy lejana:
—No te vayas aún... Están allí los oficiales... Pueden detenerte... ¡Dios mío, Dios mío!