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—¡No, no iré!—declaró Luba decididamente.

De nuevo resonaron las voces femeninas y de nuevo, cortándolas como las tijeras cortan un hilo de seda, se hizo oír una voz de hombre, una voz de joven, convincente, detrás de la cual se adivinaban unos fuertes dientes blancos y unos bigotes. Se oía también el ruido de las espuelas como si el hombre hiciera una reverencia. Luba rió con una risa que parecía extraña en aquel cuadro.

—¡No, no! ¡No iré! ¡Ah, sí! Muy bien... ¡Cómo!, ¿que yo soy su amor? Y, sin embargo, no iré...

Llamaron de nuevo a la puerta, alguien rió, alguien gruñó y luego se alejó todo y todos los sonidos se extinguieron al extremo del corredor. Luba volvió donde él estaba, y no viéndole en las tinieblas, pero habiendo encontrado sus rodillas a tientas, se sentó a su lado. Esta vez no le puso la cabeza sobre el hombro.

—Los oficiales dan un baile—dijo—. Invitan a todo el mundo. Van a bailar el cotillón...

—Luba, haz el favor de encender la luz—suplicó él dulcemente—. Y no te enfades.

Sin decir nada ella se levantó y volvió la llave de la luz eléctrica. La habitación se iluminó. Luba se sentó, no ya sobre el lecho, sino en la silla frente al lecho. Su rostro era severo, triste, pero había en él una expresión de reserva cortés como la de una dueña de casa que espera el fin de una visita demasiado larga y poco agradable.

—¿No está usted enfadada contra mí, Luba?

—No; ¿por qué?