—Yo, desgraciadamente, no bebo jamás.
—Pues bien, no he de beber sola.
—Yo tomaré una manzana.
—Tómela usted, puesto que las ha comprado.
—Y usted, ¿no quiere una manzana?
Volvió la cabeza sin responderle. Habiendo no tadola mirada del hombre sobre sus hombros desnudos, de un rosa opaco, los cubrió con su toquilla gris.
—Hace frío—dijo.
—Sí, un poco—contestó él, a pesar de que en el pequeño cuarto hacía calor.
De nuevo se estableció un largo y penoso silencio. Se oían los sones de la música ruidosa que venían de la sala.
—Están bailando—dijo él.
—Sí, están bailando.
—Luba, ¿por qué se ha enfadado usted contra mí de ese modo... y me ha pegado?
—Hacía falta; si no, no le hubiera pegado a usted. Puesto que no lo he matado, no vale la pena que hablemos de ello.
Tuvo una risa maligna, le miró fijamente con sus ojos negros, que parecían ahora muy profundos, y con una pálida sonrisa repitió:
—Hacía falta.
Su cabeza era de un aspecto malvado. El pensó con extrañeza que aquella cabeza hacía algunos minutos había estado reposando sobre su hombro y él la acariciaba con su mano.
—Eso no es una razón—dijo malhumorado.