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chachas. Nadie las ha elegido esta noche y están solas en el salón. Los oficiales están todos en los cuartos con las otras muchachas. Uno de los oficiales ha visto tu revólver y le ha gustado mucho... ¡No te enfadarás porque las haya llamado? ¿Verdad que no, querido?

Lo cubrió de besos muy fuertes.

Las otras mujeres estaban ya en la habitación haciendo mohines y risitas. Se sentaron unas al lado de otras. Eran cinco o seis, feas, muchachas aviejadas casi todas, enjalbegadas, los labios teñidos de rojo. Unas ponían cara de molestia; otras miraban al hombre con o aire tranquilo, le saludaban, le daban la mano y esperaban a que se les diera de beber. Probablemente se iban ya a acostar, pues estaban vestidas con ligeros peinadores de noche; una de ellas, gorda, perezosa y flemática, venía aún en enaguas, mostrando sus gruesos brazos desnudos y su grueso pecho. Esta, así como otra que parecía un ave de rapiña, con abundante cosmético en las mejillas, estaban ya completa mente ebrias; las demás, un poco. La pequeña habitación se llenó de voces, de risas, de malos olores corporales, de vino, de perfume barato.

Un criado sucio, vestido con un frac demasiado corto, trajo coñac, y todas las mujeres le saludaron a coro:

—¡Markuscha, mi querido Markuscha!

Probablemente era costumbre de la casa saludarle de este modo, pues hasta la mujer gruesa, completamente borracha, le gritó: