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fuerte, hasta que no quede intacto ni un solo pedazo.
Y como niños contentos de haber encontrado un nuevo juego, todas las mujeres, gritando y riendo, se pusieron a pisotear el sitio donde debían encontrarse los pedazos del vaso. Poco a poco se enfurecían. No gritaban, no reían ya. No se oía mas que el ruido de los pies y la respiración pesada.
Luba, como una reina ultrajada, observaba esta escena. De pronto, como si lo hubiera comprendido todo, se arrojó como loca en medio de las mujeres y se puso ella también a pisotear el suelo ferozmente. Se pudiera creer que era una danza cualquiera, de un género especial, sin música ni ritmo.
El la miraba tranquilo y severo.
En la obscuridad se oyeron dos voces.
La de Luba, fina, sutil, manifestando un poco de miedo, como la voz de toda mujer en la obscuridad, y la voz del hombre, firme, tranquila, como lejana.
—¿Tienes los ojos abiertos?—preguntó la mujer.
—Sí.
—¿Piensas en algo?
—Sí pienso.
Una pausa; después, otra vez la voz de la mujer:
—Cuéntame algo de tus camaradas... si quieres...
—¿Por qué no? Eran...
Hablaba de ellos en pasado como si se tratara