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saciones y sus preguntas no se referían mas que a los billetes del tren.
Cuanto más se interesaban por su cuerpo, más solitario se sentía.
—¿Qué días se admiten aquí las visitas?—preguntó una vez a la asistenta sin mirarla.
—Los domingos y los jueves. Pero el doctor puede autorizarlas también otros días.
—¿Y qué es lo que hay que hacer para que no se admita a nadie que venga a verme?
La asistenta, muy sorprendida, respondió que eso era posible, y él quedó contento. Estuvo todo el día de buen humor, y aunque casi no hablaba, escuchaba más benévolamente la charla alegre e interminable del chantre enfermo.
El chantre había venido del distrito de Tambov un día antes que Lorenzo Petrovich; pero ya conocía a fondo a los habitantes de las cinco salas que había en aquel piso. Era pequeño y tan delgado que cuando se quitaba la camisa se veían claramente todas sus costillas, y su cuerpo, blanco y limpio, parecía el de un muchacho de diez años. Tenía largos y espesos cabellos medio grises, que formaban un marco demasiado grande para su cara pequeña, de trazos regulares y minúsculos. Al ver que tenía cierta semejanza con los santos de los iconos, Ivan Ivanovich el practicante le había clasificado al principio entre los severos e intolerantes; pero después de la primera conversación con él cambió de opinión, y aun su fe en la ciencia fisonómica quedó quebrantada por algún tiempo.