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sembrado la voz de que el «dormilón» se había despertado, y todos los vecinos se habían amontonado del otro lado del alambrado para saber si era cierto.

1 No tardaron en ver á don Aristóbulo que se venía al trotecito del moro, lleno del intenso gozo de sentirse vivir, volviendo á tomar posesión de lo que era suyo, en toda la plenitud de su salud y de su fuerza juvenil, pues durante su largo sueño no había envejecido.

El primer movimiento de toda la gente que lo miraba fué de disparar asustada; pero medio la contuvieron los dos vecinos antiguos que habían conocido antes á don Aristóbulo y que aseguraron que era él y nadie más, y que siempre había sido muy buen hombre.

Don Aristóbulo, vestido á lo antiguo, de chiripá y de poncho, se venía acercando y quedaba admirado de ver tanta gente en esos campos que siempre había conocido tan solitarios; y viendo que muchos de los que lo estaban mirando debían de ser extranjeros:

¡Qué de gringos hay por acá !—dijo entre sí, tratando de encontrar en el montón alguna cara conocida.

Al fin, como todos se habían alejado algo del alambrado, menos los dos vecinos antiguos, los pudo ver y reconocer, á pesar de hallarlos muy cambiados y envejecidos, y los llamó por sus nombres, de los que, después de un momento, se pudo acordar.

Vinieron ambos; pasaron por la tranquera, y juntándose con él, después de efusivos abrazos, le impusieron de cuantas cosas habían pasado desde que por una bendición del cielo, seguramente, en medio de su aflicción, se había dormido con tantas ganas. Tuvo preguntas que les hicieron gracia á los viejos, por