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al rodeo, lo primero que buscó fué, por supuesto, el buey corneta; pero tuvo, para verlo, que mirar lejos en el campo. Andaba solo entre las pajas y parecía tener pocas ganas de acercarse.

Don Cirilo lo contempló largo rato, y el fruto de sus reflexiones fué, sin duda, que, estando tan retirado el testigo indiscreto de sus hazañas, se podía, sin inconveniente, carnear algún ajeno, pues empezó á buscar la presilla del lazo. No la pudo desprender; parecía endurecido el cuero, y ya, mirándolo con sus grandes ojos indiferentes, estaba á su lado el buey corneta.

— Brujo maldito !—rezongó don Cirilo; pero enlazó una vaca vieja de su marca.

De vuelta á las casas, despachó un chasque á su comadre, avisándola que en su majada tenía algunas ovejas de ella; y pasaron días y días sin que le viniera la idea por lo menos al parecer, de carnear ningún animal que no fuera de él. Durante todo este tiempo, dió la casualidad que ni una sola vez se encontrara con el buey corneta, ni en el campo, ni en el rodeo. ¡Qué cosa particular! y aunque fuera suyo, no tenía gana alguna de volverlo á encontrar. No le tenía miedo, por supuesto, pero se encontraba, como quien dice, más á gusto sin él.

—Mejor, hombre, mejor; que no haces falta ninguna por aquí—decía entre sí don Cirilo.

Pero una mañana que, justamente iba á acabarse la carne en casa, como andaba cruzando por el campo en un fachinal espeso, salió disparando delante de él una vaquillona gorda de la hacienda de su vecino don Braulio. Desató el lazo, y apurando el caballo, ya la iba á alcanzar, cuando, pesadamente, entre dos