sipar las tinieblas de sus ojos», se dijo el que le había interrogado, y se alejó suspirando.
Al acercarse al horizonte el aplastado y rojo globo, Lázaro se iba al desierto y se alongaba de la ciudad en derechura al astro escarlata. Los que se aventuraron a seguirle para saber qué hacia de noche en el desierto conservaron siempre en la memoria, como grabada en una placa inalterable, la silueta de un hombre alto y grueso destacándose en relieve sobre el fondo púrpura de un disco enorme. Los terrores de la noche les ahuyentaron, y los espías del resucitado no supieron nunca qué iba a hacer al desierto; pero la negra silueta sobre el fondo rojo se incrustó para siempre en su cerebro. Como fieras cegadas por el polvo, se frotaban los ojos; pero la sensación que habían experimentado era imborrable y no debía desaparecer sino con la vida.
Había gente que vivía lejos y no había visto nunca a Lázaro, aunque había oído hablar de él. A impulsos de una curiosidad osada, más fuerte que el miedo y alimentada por el miedo, se acercaba, disimulando la angustia de su corazón, al hombre sentado al sol y le hablaba. Por entonces el aspecto de Lázaro había cambiado un poco y no era ya tan terrible; en los primeros momentos, los forasteros se sonreían, juzgando unos estúpidos a los hijos de la ciudad santa. Pero cuando, acabada la entrevista, se encaminaban a su casa, su gesto y su actitud eran tan singulares, que los hijos de la ciudad santa los reconocían al punto y exclamaban, compasivamente:
—¡A ese loco le ha mirado Lázaro!