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didos, masa confusa de sombras angustiadas, taciturnas e inertes. Si en aquel momento se hubiera desencadenado una tempestad, el viento hubiera arrancado las velas escarlata y el barco hubiera zozobrado, ninguno de ellos hubiera tenido valor ni voluntad para luchar contra los elementos. Algunos, en un último esfuerzo, se acercaban a la borda y escrutaban con ojos de esperanza el fondo del abismo transparente y azul: acaso una náyade asomara su hombro sonrosado; acaso un tritón, ebrio de alegría y de locura, pasara azotando con su cola la espuma deslumbrante. Pero el mar estaba desierto y el abismo marino estaba también desierto y mudo.

Lázaro pisó indiferente el suelo de la Ciudad Eterna.

Diríase que para él toda la grandeza de los monumentos alzados por gigantes, todo el esplendor, toda la belleza, toda la armonía de una civilización refinada, no eran sino el eco del viento en el desierto, el reflejo de las arenas abrasadoras. Desfilaban rápidos los carros; pululaba la multitud; hombres hermosos y robustos llevaban pintado en el rostro el orgullo de haber contribuido a la magnificencia de la Ciudad Eterna y de participar de su vida. Sonaban canciones; se oía la risa perlina de las fuentes y de las mujeres; los borrachos filosofaban y los transeúntes sobrios les escuchaban sonriendo; los cascos de los caballos martilleaban las losas. En medio de esta risueña batahola, el hombre obeso y plúmbeo atravesaba la ciudad, semejante a una mancha fría de silencio, y sembraba a su paso el fastidio, la cólera y una angustia vaga y corrosiva: «¿Quién se atreve