ción, derramó una cucharada sobre el blanco mantel, y aunque el ama de la casa hizo la vista gorda, se azoró tanto, que la cucharada siguiente la derramó también: sus dedos temblorosos no le obedecían.
—Iván Akindinich—le preguntó al guardia su mujer—: ¿cuándo le das a Vania el huevo que te han regalado para él?
—Luego, luego... No hay prisa.
También Bargamot estaba turbadisimo.
—Sírvase más sopa—dijo María, alargándole la sopera a Garaska—, sírvase más sopa, Guerasim... No sé cual es su patronímico.
—Andreich.
—Sírvase más sopa, Guerasim Andreich.
A Garaska se le atragantó la cucharada que se disponía a deglutir. Soltó la cuchara y dejó caer la cabeza sobre la mesa. Un plañido como los que media hora antes habían turbado tanto a Bargamot brotó de su pecho. Los niños, que empezaban ya a mirarle sin inquietud, soltaron también las cucharas y se echaron a llorar. Bargamot miró consternado a su mujer.
—¿Por qué llora usted, Guerasim Andreich?—inquirió ella, compasiva, cariñosamente.
—Me llaman por el doble nombre...—balbuceó, sollozante, el borracho—. Es la primera vez... desde que nací... que me llaman así.