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Página:Leonidas Andreiev - El misterio y otros cuentos.djvu/157

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El turista alto (fuera de sí).—¿Oyen ustedes, señores? Ese sinvergüenza del chaleco blanco ha contratado a ese otro sinvergüenza y le ha atado a la roca.

Voces.—¡Cómo! ¿Está atado?

El turista alto.—¡Claro! ¡Está atado, y no puede caer! ¡Y nosotros esperando, llenos de angustia...!

El desconocido.—¿Querían ustedes que me rompiese la crisma por veinticinco rublos?... Señor fondista: ¡no puedo más! Por si no me bastaba con el dolor de riñones que tengo, un pastor se ha empeñado en ayudarme a bien morir y a un turista inglés se le ha ocurrido la generosa idea de obsequiarme con un balazo. ¡Eso no estaba estipulado en el contrato!

Sacha.—¿Ve usted, papá? ¿No le da a usted vergüenza tenernos todo el día de pie y sin comer para esto?

El señor del chaleco blanco.—El público se aburría... Mi único deseo era amenizarle un poco la vida.

La señora belicosa.—¿Pero qué pasa? ¿Por qué no cae?

El turista gordo.—Caerá, señora! ¿No ha de caer?

Petka.—¿Pero no ha oído usted que está atado?

Sacha.—¡Cualquiera convence a papá! ¡Cuando se le mete una cosa en la cabeza...!

El turista gordo.—¡Callad!

La señora belicosa.—¡Claro que caerá! ¡No faltaba más!

El turista alto.—¡No se puede engañar así a la ente!

El señor del chaleco blanco.—El público se aburría...