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El desconocido (resueltamente).—¡No, señor!

Voces.—¿Ve usted? ¡Es un cínico!

El turista alto.—Escriba usted, señor policía: «Explotando el santo amor al prójimo... ese sentimiento sagrado que...»

El turista gordo.—¿Oís, hijos míos? ¡Qué estilo!

El turista alto. —«Ese sentimiento sagrado que...»

Macha (melancólica).—Papá: ¡mira qué anuncio!

Aparece, seguido de un grupo de músicos, un sujeto que lleva en lo alto de un palo un cartel con este letrero, al pie de la efigie de un hombre de largos cabellos: «Yo era calvo.»

El sujeto del cartel (deteniéndose y a grito herido).—Nací calvo y seguí mucho tiempo siéndolo. Me casé con la cabeza monda como una perinola, y mi mujer...

Todos escuchan atentísimos, incluso el policía.

El turista gordo.—¡Qué tragedia! ¡Recién casado y calvo!

El sujeto del cartel (enfáticamente).—Mi dicha doméstica, señores, llegó a estar en peligro. Todos los pretendidos remedios contra la calvicie que industriales sin conciencia...

El turista gordo.—Toma nota, Petka!

La señora belicosa.—¿Pero cae ese joven, o no?

El señor del chaleco blanco.—Otro día caerá, señora. Le prometo a usted que cuando vuelva a utilizarle no le ataré tan a conciencia.