cho y le consideraban un modelo de actividad, pero él no era dichoso. Los tres mil rublos anuales que ganaba con tanto trabajo no le lucían nada. La vida era muy cara. Los niños exigían gastos sin cuento. Contraía deuda tras deuda. Era martes; el jueves tenía que pagar la casa—cincuenta rublos—, y sólo, llevaba diez rublos en la cartera... Su mujer...
Al pensar en sus deudas y en su mujer hizo una mueca de disgusto y suspiró.
—¡Chico, al fin te encuentro!—exclamó, entrando, su compañero Pomerantzev—. Llevo media hora buscándote.
Pomerantzev había adquirido una envidiable reputación como criminalista y actuaba también, en calidad de defensor, en la causa que había de verse aquella tarde. Era un guapo muchacho, moreno, vivaz, parlanchín, lleno de una ruidosa alegría de vivir. Verdadero favorito del Destino, su rica familia le idolatraba, todos los negocios le salían a pedir de boca y la gloria le sonreía.
—Tenemos que ponernos de acuerdo respecto a la defensa—añadió.
—¡Déjame en paz!—contestó Kolosov—. Ya hablaremos.
—¿Cuándo?
—Luego.
Pomerantzev se encogió de hombros y se fué.
La causa en cuya vista habían de lucir aquella tarde ambos abogados sus brillantes dotes profesionales no tenía nada de complicada. En uno de los suburbios de Moscú de más siniestra fama a causa