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con el mismo calor con que a mí me lo ha dicho. ¿Sabe?

—Sí, señor, sí...

La docilidad de esta respuesta no había esperanzado mucho a Kolosov: se adivinaba en ella el terror aplanante que dominaba a la joven.


Comenzó la vista.

Cuando se abrió la puerta que comunicaba el coxredor con el sitio destinado a los acusados, separado por una verja del resto del estrado, y entraron Gorochkin, Jobotiev y Tania, el público, a quien la larga espera comenzaba a aburrir, se animó. Se oyó el ruido de las espuelas de los gendarmes que escoltaban a los acusados; se vieron brillar sus sables, y el drama empezó. Los murmullos y la ligera agitación que turbaron el silencio de la sala denotaban que el público cambiaba impresiones. Las fisonomías vulgares de Gorochkin y de Jobotiev provocaron comentarios poco halagüeños. No así la de Tania, que produjo buena impresión: la joven era, por su aspecto, digna heroína de un drama.

Cuándo les hizo el presidente las preguntas de rúbrica a los acusados, Tania contestó a la relativa a su oficio:

—Prostituta.

Esta palabra, pronunciada ante numerosos hombres y mujeres de la buena sociedad, contentos de sí mismos, sonó como un tañido fúnebre, como un terrible reproche de un muerto a los vivos. Pero ninguna cabeza se bajó, ningunos ojos miraron al